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Cuando el Evangelio Tenía Aroma a Tierra Mojada

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Por Daniel Santana
08 de agosto de 2025

No es por casualidad que uno llega a ser pensador. Los golpes, las pérdidas, las decepciones y los años nos obligan a pensar… y a veces, a llorar por dentro.

Recuerdo, cuando tenía apenas seis años, que mis ojos se abrían como puertas nuevas ante cosas que hoy parecen pequeñas, pero que para mí eran mundos enteros. Una de ellas era ver a Máximo Santana, con sus dedos encallecidos de labrar la tierra, tocar el acordeón para alabar a Jesucristo. Aquellas notas eran como lluvia sobre el alma, como pan caliente recién salido del horno del cielo.

Hoy, ya anciano, me pregunto en voz baja —y a veces con rabia—: ¡Carajo! ¿Qué hicieron con el Evangelio? Ese que me enseñó a caminar derecho, que me enseñó que amar a Dios era también amar al pobre y al vecino.

Mi infancia fue en El Mamey, cerca de Azafrán, Cajero y el Río Duey. Allí conocí un Evangelio limpio. Pastores sin títulos ni trajes finos, pero con las manos llenas de callos y el corazón lleno de Dios. No había celulares ni computadoras; había amor, amor puro, amor que entraba por el oído y bajaba hasta el alma.

Recuerdo a Máximo tocando “Cuando allá se pase lista” y pienso que hoy esa lista es otra… ya no se llama por fe, sino por estatus, por diezmos y por influencia. La consagración espiritual se evaporó, la disciplina se marchó, y el amor quedó sepultado bajo ladrillos de lujo.

Me tocó ser líder de juventud, y todavía había respeto. Los pastores sabían discernir, corregir y abrazar. Hoy, en cambio, hay pastores con trajes que brillan más que sus almas, zapatos de las vitrinas más caras, perfumes importados, templos gigantes… y corazones pequeños. Lo que importa no es la santidad ni el servicio, sino el poder económico.

En las bancas se sientan hombres y mujeres con vidas desordenadas, pero aplaudidos por el liderazgo porque traen dinero y estatus. Entre ellas, destacan las mujeres exuberantes: elegantes, liberales, de sonrisa calculada y mirada como cuchilla. Mujeres divorciadas, con un historial de frustraciones, que pasean su opulencia como bandera, y que logran —con palabras suaves y ejemplos torcidos— sembrar inconformidad en las damas humildes y casadas. Les pintan la libertad como si fuera joya, pero es grillete disfrazado. Separan hogares mientras el pastor cuenta ofrendas.

Y hay algo que me duele más: las congregaciones están llenas de mujeres sumisas, pero cada vez hay menos hombres. No es que los hombres no crean en Dios, el Eterno de la gloria; muchas veces, ellos llegan a las congregaciones por diversas causas. Algunos lo hacen cuando han cometido infidelidad y su mujer se entera; otros, después de episodios de violencia intrafamiliar, prometiendo que no volverá a pasar. También están los que, atrapados en vicios como el alcohol, el tabaco o sustancias prohibidas, buscan un refugio donde reconstruir su vida. En fin, muchos hombres con comportamientos tóxicos llegan a las iglesias evangélicas no siempre por convicción, sino por necesidad, culpa o miedo a perderlo todo.

¿Será entonces que el hombre es menos fácil de manipular por otro hombre con Biblia en la mano?

Sí, todo cambió. Hasta la Palabra de Dios, el hombre la ha torcido, poniéndole sentido contrario a su esencia. Y yo, que crecí oliendo el aroma de tierra mojada en los cultos al aire libre, hoy respiro un aire contaminado por vanidad, ambición y mentira disfrazada de luz.

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