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La incoherencia del reclamo: cuando quien destruye el hogar se proclama víctima

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Por: Daniel Santana

En toda relación de pareja, la fidelidad no se sostiene solo con promesas; se construye con actos, respeto y presencia. No basta con exigir amor si se vive sembrando discordia. No puede hablar de traición quien ha hecho de su hogar un campo de guerra.

Cuando una mujer convierte la convivencia en un pleito constante, cuando los gritos reemplazan las palabras y el orgullo sustituye el diálogo, la relación comienza a morir lentamente.

El amor no resiste indefinidamente la hostilidad. Y cuando esa mujer abandona el hogar con frecuencia, deja vacíos que el tiempo y la soledad llenan con silencios amargos.

Cerrar la puerta del dormitorio, negarse a la intimidad y dormir a horas donde el otro ya se rindió al cansancio, es un modo sutil de decir: “Ya no te quiero cerca.” No hace falta infidelidad física para traicionar un pacto; también se traiciona cuando se niega el afecto, cuando se humilla, cuando se rechaza al compañero de vida sin causa justa.

Esas acciones, repetidas día tras día, van edificando una muralla invisible entre los dos. El hombre, al sentirse excluido y despreciado, no solo pierde el calor de su hogar, sino también la paz de su espíritu. Entonces, ¿con qué autoridad puede esa mujer hablar de infidelidad, si ella misma ha sembrado el abandono y la frialdad?

No se trata de justificar al infiel, porque cada quien es dueño de sus actos.

La infidelidad, sea del hombre o de la mujer, es una elección, no una consecuencia inevitable. Pero sí es justo decir que quien rompe la armonía con su conducta, con su carácter y con su ego, pierde derecho moral para reclamar lo que ya no cuida.

La fidelidad no es solo un compromiso carnal, sino también emocional. Cuando se ama, se busca la paz del otro. Se cuida su descanso, su ánimo, su estabilidad. Pero cuando el hogar se convierte en un escenario de lucha y desprecio, lo que antes fue nido, se transforma en una trinchera.

Hay mujeres que se autoproclaman víctimas, sin admitir que fueron ellas quienes empezaron a empujar a su pareja hacia el abismo. Y es que el orgullo, disfrazado de “dignidad”, ha destruido más matrimonios que la pobreza o la distancia.

A veces, no se necesita un amante para romper una unión: basta con una lengua hiriente y un corazón endurecido.

La Biblia enseña que “la mujer sabia edifica su casa, mas la necia con sus manos la destruye” (Proverbios 14:1). Y esa verdad no ha perdido vigencia. La sabiduría femenina no está en discutir ni en imponer, sino en edificar desde la calma, la comprensión y el amor que protege.

El hombre, por su parte, también debe ser prudente. No responder con pecado al desprecio, ni con rencor al abandono.

El que se guarda íntegro, aun cuando no es comprendido, demuestra que su valor no depende del trato ajeno, sino de su carácter y de su fe.

En conclusión, nadie puede hablar de fidelidad mientras practica el desamor.

Nadie puede reclamar lo que ha decidido destruir. En la guerra de los orgullos no hay ganadores; solo ruinas y recuerdos. El amor verdadero no se impone: se cultiva, se cuida y se respeta.