Por: Daniel Santana
Un Ministerio de Salud que miente, no solo hiere la confianza del pueblo, sino que destruye la esperanza de quienes dependen de él para sobrevivir. Cuando la mentira se instala en una institución que debe ser símbolo de humanidad, se convierte en una enfermedad peor que cualquier virus.
El pueblo dominicano ha escuchado promesas repetidas una y otra vez. Promesas de medicamentos, de atención médica digna, de cobertura para todos. Pero detrás de los discursos y los micrófonos, lo que se vive en los hospitales y oficinas de salud es otra historia: la historia del abandono y la indiferencia.
He visto personas llegar desde los pueblos más remotos del país, con recetas en la mano, esperando recibir el medicamento que necesitan para seguir viviendo. Llegan con la fe puesta en el Ministerio de Salud, creyendo en la palabra del ministro o de sus representantes. Pero al final, se van con las manos vacías y el corazón lleno de frustración.
El ministro habla al país como si todo funcionara perfectamente, mientras en los pasillos del sistema de salud reina el desorden y la mentira. Habla de transparencia, de eficiencia, de amor al pueblo, pero los enfermos saben la verdad: que la salud pública está enferma de promesas incumplidas.
Más grave aún es escuchar al director de Asistencia Social decir en televisión que “no hay un solo medicamento que falte”. Esa declaración es una bofetada para los miles de dominicanos que llevan meses sin recibir sus tratamientos. Es una burla a las madres que lloran por un hijo enfermo, y a los envejecientes que se desgastan esperando una ayuda que nunca llega.
En el departamento de medicamentos de alto costo se ha creado un muro de engaños. Quienes allí trabajan conocen la realidad, pero guardan silencio, porque la mentira se ha vuelto una política institucional. Nadie quiere perder su puesto, aunque eso signifique ser cómplice del sufrimiento ajeno.
No hay peor pecado que jugar con la salud de un pueblo. Mentirle a los enfermos es condenarlos al dolor, a la desesperanza y muchas veces a la muerte. El que miente desde un escritorio con aire acondicionado debería visitar los hospitales públicos para ver lo que su mentira provoca.
Los que dirigen el Ministerio olvidan que detrás de cada nombre en una lista hay una vida, una familia, un ser humano. No son simples expedientes ni números de seguro: son personas que claman por atención, por justicia, por dignidad.
Cuando un gobierno permite que se mienta en su sistema de salud, se erosiona la confianza social. Ya la gente no cree en las instituciones, ni en los funcionarios, ni en los programas. Y esa pérdida de fe es una de las heridas más graves que puede sufrir una nación.
Yo, como ciudadano, no puedo quedarme callado. Tengo documentos, testimonios y pruebas que desmienten las palabras de esos funcionarios. Y los pondré sobre la mesa, porque el silencio es complicidad, y el pueblo merece saber la verdad.
El Ministerio de Salud puede engañar por un tiempo, pero no para siempre. La verdad siempre encuentra su camino, y cuando salga a la luz, el pueblo recordará quién le mintió mientras pedía auxilio. Porque la mentira, por más elegante que se vista, nunca podrá curar el dolor de la injusticia.